Un Jueves 15 de mayo en la tarde, el Café Bar Alhajos olía a letras recién servidas. Afuera, el viento soplaba con la prisa de siempre, pero adentro el tiempo parecía haberse detenido para celebrar. Entre tazas humeantes y voces que leían despacio, comenzó el primer Café Relata del año: un brindis por las palabras, por las historias compartidas, y por los 13 años del taller literario Funza para contar, que desde hace más de una década ha tejido memorias colectivas en el corazón de la Red Relata.
Desde afuera, el Café Bar Alhajos apenas insinuaba lo que guardaba: una puertecita discreta que, al abrirse, reveló un universo detenido en el tiempo. Dentro, el aire olía a pasado y a tinta. Grabadoras, televisores de cola, teléfonos de disco, máquinas de escribir que aún parecían tener algo que contar. Hasta las sillas, improvisadas con barrotes de
cama, tienen alma: rechinaban como si también quisieran ser parte del recital.
Ese rincón no era solo un café, era un museo afectivo, una cápsula de nostalgia donde las palabras encuentran lugar entre los objetos de otras décadas. Todo parecía dispuesto para un encuentro íntimo entre el arte, la memoria y quienes creen que la literatura también se escucha mejor entre paredes que susurran historias.
Afuera, la tarde se vestía de gris. El frío se colaba entre los abrigos y la lluvia dibujaba caminos irregulares sobre las ventanas. Sin embargo, adentro todo era distinto: Aquel café era un refugio. A cada paso descubríamos un objeto que parecía contarnos su historia —discos, cassettes, cabinas telefónicas, vinilos y hasta una escultura que, como nosotros, parecía querer escapar de la rutina saliendo de la pared.
Recorrimos el lugar como quien pasea por la sala de una casa vieja y querida. Entre una buena taza de café caliente y una porción de pizza recién salida del horno, la espera se hizo dulce. Algunos jugaban cartas o dominó, la música flotaba entre las mesas y todo parecía fluir con esa armonía que solo ciertos lugares saben tener: acogedor, íntimo, un
rincón perfecto para escuchar arte.
Nos ubicamos en las mesas exteriores, justo frente a la pequeña tarima. El piso de piedra crujía bajo los pasos y los cojines sobre las sillas daban la sensación de que no estábamos allí por casualidad, sino llamados por algo más profundo: la necesidad de reunirnos, de compartir palabras.
Cuando el reloj marcó el inicio del evento, el café se silenció para darle paso a las palabras de Claudia Amador, cuyo relato empezó a trazar una atmósfera cargada de memoria, reflexión y emoción contenida.
Más que leer, narraba. Más que contar, evocaba. Su prosa no busca adornos innecesarios, sino ir al hueso de la experiencia humana: la fragilidad, los vínculos, el dolor, la herencia. Cada fragmento de su experiencia resonaba en el espacio como si el café entero respirara al ritmo de sus palabras.
Amador nos sumergió en los pasajes de Alta Sangre —presentado en la Feria del Libro 2025—, una obra que se mueve con soltura entre el terror más oscuro, la atmósfera gótica y destellos de ciencia ficción. Su prosa hilvana sustos intencionados y susurros melancólicos, creando un territorio híbrido donde los miedos más ancestrales conviven con preguntas sobre el futuro. Más que un libro, fue una invitación a explorar los límites del género y a descubrir, en cada giro narrativo, el reflejo de nuestras propias sombras.
Tras otra taza de café, el diálogo se abrió en calma, un conversatorio donde cada palabra y cada silencio hiló puentes entre la voz de Claudia y quienes la escuchaban. No se trataba solo de presentar una obra, sino de compartir una experiencia, un espacio donde comunicar fue más que hablar: fue conectar, sentir y comprender.
El cierre llegó en forma de una ovación silenciosamente bulliciosa, un aplauso contenido que no necesitó estridencias para expresar su fuerza. Fue el ruido sutil de una comunidad que se reconoce en el poder de las palabras, un murmullo colectivo que confirma que la comunicación es, ante todo, un acto de encuentro y resistencia.
Mientras la lluvia golpeaba las tejas de aquel lugar, la palabra se quedó suspendida en el aire, como el aroma de aquel último sorbo de café: cálida, intensa y capaz de dejar huella.