Bogotá se escribe caminando

Escrito por: Anna Medrano Mendieta - Estudiante escuela de comunicaciones
Palacio de Nariño

Aún con la música de anoche zumbando en los oídos y el cuerpo reclamando descanso, amanecí con el alma dispuesta a caminar. Me uní a la Escuela de Comunicaciones y Medios Audiovisuales del Centro Cultural Bacatá para recorrer los rincones más emblemáticos del centro de Bogotá, donde la historia y el arte se mezclan con el bullicio cotidiano y la poesía callejera.

 

La Plaza de Bolívar nos recibió como un viejo escenario que nunca baja el telón. La esencia de lo antiguo con lo moderno le daba un toque de nostalgia, como si cada piedra guardara un eco de lo que fue y de lo que sigue siendo: los edificios imponentes, los turistas curiosos, el viento frío que cortaba suave… y las palomas. Muchas palomas. Más que habitantes, eran las verdaderas dueñas del lugar. Caminaban como si nadie las pudiera tocar, volaban sin avisar y, para mi desgracia, se acercaban demasiado. Confieso que más que admirar el paisaje, pasé gran parte del tiempo esquivando esas criaturas con cara de inocentes.

 

Aun así, entre sustos y risas, alcanzamos a contemplar la grandeza del pasado y el presente fundidos en un mismo espacio, como un cuadro en constante movimiento.

El Palacio de Nariño nos observaba con la solemnidad de quien ha visto pasar generaciones enteras. Su elegante fachada, imperturbable ante el vaivén de los días, contrastaba con el movimiento constante de la ciudad a su alrededor. Sus jardines, perfectamente cuidados, parecían un refugio dentro del bullicio, mientras los guardias vigilaban con una presencia tan firme como discreta. Frente a sus puertas, el viento frío se deslizaba entre las calles, llevando consigo murmullos de historia, decisiones y secretos jamás revelados… 

 

Después de disfrutar de la calma solemne y los murmullos del enorme órgano de la Catedral Primada, el hambre nos llevó a buscar algo rápido en un Éxito cercano. La idea era sencilla: comer algo para seguir con el recorrido, pero la realidad nos sorprendió. Una arepa tiesa y sin vida terminó en nuestras manos, y el café que nos hubiera reconfortado se quedó en el mostrador, imposible de pagar. Con resignación y algo de risa, salimos de allí con más decepción que energía, pero con la certeza de que el día aún tenía mucho por ofrecer.

En la Casa de la Moneda, el aire parecía impregnado de acontecimientos. Las vitrinas resguardaban monedas y billetes antiguos, testigos silenciosos del comercio y la evolución económica del país. Los pasillos, con su luz tenue y sus paredes de ladrillo, evocaban un tiempo donde cada pieza tenía un valor más allá de lo monetario: un símbolo de época, de intercambios y de cambios.

 

Luego, al entrar al Museo Botero, el ambiente se transformó por completo. La amplitud de los salones y la luz filtrándose con precisión sobre cada obra daban la sensación de un espacio pensado para ser contemplado sin prisa. Las figuras voluminosas y los colores vibrantes capturaban la esencia del estilo inconfundible de Botero. Cada pincelada parecía contar una historia propia, y el silencio allí no era solemne, sino expectante, como si cada
cuadro invitara a detenerse y escuchar lo que tenía que decir.

La caminata por los museos nos dejó con hambre y expectativas altas para el almuerzo. Lo que no sabíamos era que Bogotá aún nos tenía reservado otro pequeño desatino gastronómico. La pizza, que prometía ser una delicia, terminó siendo la más costosa que habíamos probado, dejándonos con la amarga certeza de que habíamos gastado el cupo de otro almuerzo en unas cuantas porciones.

 

Entre miradas de resignación y comentarios burlones, seguimos adelante, recordando que la comida no había estado de nuestro lado en todo el día. La arepa tiesa, el café imposible de pagar y ahora este almuerzo excesivamente caro parecían parte de un guion de comedia irónica. Al menos la ciudad seguía ofreciendo paisajes y arte que compensaban las derrotas culinarias.

 

Con el recuerdo de mi costoso almuerzo aún rondando mi cabeza, emprendimos camino hacia La Candelaria, el corazón bohemio y colonial de Bogotá. Las calles empedradas nos recibieron con fachadas coloridas, balcones de madera y el eco de historias que parecían estar grabadas en cada muro. Pero justo cuando comenzábamos a disfrutar el recorrido, el cielo decidió sorprendernos con una lluvia torrencial.

La ciudad, que hasta hacía unos minutos brillaba con su dinamismo, ahora era un espectáculo de paraguas improvisados y carreras apresuradas en busca de cobijo. Encontramos un respiro en una feria de emprendimientos, un pequeño refugio donde la creatividad de los vendedores aportaba algo de calidez a la jornada.

Cuando la tormenta dio tregua, La Candelaria volvió a desplegar su encanto. Caminamos hacia el Chorro de Quevedo, donde los murales vibraban con colores intensos y las calles estrechas se llenaban de música, poesía y arte callejero. La atmósfera era única: un rincón donde la historia y la expresión contemporánea se encuentran en cada esquina. Sin embargo, la falta de café seguía siendo una espina clavada en el día…

 

Con el frío aún aferrado a los huesos y la jornada llegando a su fin, la única meta que quedaba era encontrar un café que compensara el día. Después de tantas idas y vueltas, finalmente dimos con una panadería que prometía el calor que tanto necesitábamos.

 

Entramos con la esperanza de un tinto que nos devolviera la energía, pero el destino parecía seguir con su peculiar sentido del humor. El café, aunque caliente, apenas lograba entibiar las manos, y la galleta—que se suponía un acompañante perfecto—parecía hecha de piedra pulida. Al primer intento de morderla, sentí cómo mis dientes reconsideraban su propósito en la vida, como si estuviera probando mi suerte contra un pequeño bloque de concreto disfrazado de postre. Entre risas y resignación, tomamos lo que había, disfrutando el momento más por la compañía que por el sabor.

 

Así, con el cuerpo cansado, el estómago confundido y la cabeza llena de imágenes y anécdotas, cerramos el día. Un recorrido por la historia, el arte y la ciudad, con todo lo bueno y lo menos bueno, pero al final, una experiencia que quedaría grabada más allá de los pequeños tropiezos culinarios.

 

 

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